En 1592 se reanudó la persecución, y varios conversos japoneses recibieron la corona del martirio. El emperador Tagcosama, uno de los hombres más orgullosos y viciosos, se vio envuelto en ira y celos por la sospecha, sugerida por ciertos comerciantes europeos deseosos del monopolio de este comercio, de que el objetivo de los misioneros al predicar la fe cristiana era facilitar la conquista de su país por los portugueses o españoles.
Tres jesuitas y seis franciscanos fueron crucificados en una colina cerca de Nangasaqui en 1597. Estos últimos eran en parte españoles y en parte indios, y tenían a la cabeza a F. Pedro Bautista, comisario de su orden, natural de Ávila, en España. En cuanto a los jesuitas, uno de ellos era Pablo Miki, un noble japonés, y un eminente predicador, que a la sazón tenía treinta y tres años. Los otros dos, John Gotto y James Kisai, fueron admitidos en la Compañía en prisión poco antes de que sufrieran. Varios conversos japoneses sufrieron con ellos. Los mártires fueron veintiséis, y entre ellos había tres muchachos que solían servir a los frailes en la misa; dos de ellos tenían quince años, y el tercero sólo doce, pero cada uno mostró gran alegría y constancia en sus sufrimientos. De estos mártires, veinticuatro habían sido llevados a Meaco, donde sólo se les cortó una parte de la oreja izquierda, por una mitigación de la sentencia, que había ordenado la amputación de sus narices y de ambas orejas. Fueron conducidos por muchas ciudades y lugares públicos, con las mejillas manchadas de sangre, para terror de los demás. Cuando los veintiséis soldados de Cristo llegaron al lugar de la ejecución, cerca de Nangasaqui, se les permitió confesarse ante dos jesuitas del convento de esa ciudad, y estando sujetos a las cruces con cuerdas y cadenas en los brazos y las piernas, y un collar de hierro en el cuello, fueron elevados en el aire, cayendo el pie de cada cruz en un agujero preparado para ello en el suelo. Las cruces se colocaban en fila, a unos cuatro pies de distancia, y cada mártir tenía un verdugo cerca de él con una lanza preparada para atravesar su costado; pues tal es la forma japonesa de crucifixión. Una vez colocadas todas las cruces, los verdugos levantaron sus lanzas y, a una señal dada, todos atravesaron a los mártires casi en el mismo instante, tras lo cual expiraron y fueron a recibir la recompensa de sus sufrimientos. La sangre y las vestiduras de los mártires fueron obtenidas por los cristianos, y se produjeron milagros con ellos. Urbano VIII los clasificó entre los mártires, y se les honra el 5 de febrero, día de su triunfo.